miércoles, 10 de julio de 2013

Juan y los diablos (1).

(Recreación del cuento ruso Iván y los diablos, también llamado Iván el tonto)

Antes de cumplir los dieciocho, Juan ya sabía que ni él ni su hermana Marta irían a la universidad. Los ahorros de su padre sólo habían dado para pagar la carrera de derecho a Tomás y la de empresariales a Sancho. Además, mientras su hermana padecía de un mutismo selectivo que la incapacitaba para superar las clases de idiomas, él sufría lo que su padre denominaba «escasez de ambiciones» y sus compañeros de colegio «estupidez congénita.» Lo cierto es que, listo o estúpido, lo único que le importaba a Juan era arreglar las motos que llegaban al taller de su padre y trabajar en el huerto.

Así que Juan no puso demasiadas pegas a que su padre invirtiese los rendimientos del taller en pagar un despacho para su hermano mayor, y tampoco se opuso a que, al año siguiente, fuera el padre quien pagase el alquiler de la oficina de negocios del hermano mediano.

El hermano abogado consiguió hacerse un nombre, y el partido del gobierno le propuso que se presentase como concejal del distrito. Pidió créditos para contribuir a las arcas del partido; hizo una campaña brillante y espléndida; movilizó a los ciudadanos del barrio. Finalmente, salió ganador su partido. Sin embargo, no tuvo suficientes votos como para que el abogado, que concurría en el medio de las listas, ocupase la concejalía. Así que el banco embargó su casa y tuvo que volver a la casa del padre. que preguntó su opinión a Juan y a Marta. Esta calló, como siempre, y aquel dijo que no le importaba.

En cuanto al hermano empresario, expandió un pequeño negocio de compraventa de objetos usados hasta convertirlo en una cadena de franquicias. No contento con el éxito de las tiendas de segunda mano, decidió invertir en tiendas de ropa. Pero el rápido cambio de las modas le obligó a pedir un crédito tras otro para renovar las mercancías, mientras se veía obligado a malvender el stock obsoleto que saturaba sus almacenes. Así que el banco fue embargando una tras otra todas sus tiendas, incluida aquella pequeña ropavejería bajo cuyo mostrador todavía dormía algunas noches, y se vio obligado a volver a casa del padre, con el visto bueno de Marta. que calló como siempre, y de Juan, que dijo que no le importaba.

Y aunque parezca mentira, los cuatro hermanos eran felices. Marta iba todos los días al restaurante de su vecina, donde se empleaba como cocinera. Juan arreglaba los tractores, coches y motocicletas de todos los vecinos; el padre labraba el huerto y los hermanos mayores atendían sus negocios.

Pero el diablo, envidioso, llamó a tres diablillos para que acabaran con la felicidad familiar.